Me acuerdo de As Fontiñas, el barrio de Vilalba donde nací, en la primavera de 1947, y donde transcurrió toda mi infancia.
Me acuerdo de mi padre, que era músico y carpintero, y que un día, cuando yo tenía ocho años, me llevó a ver el mar de Foz.
Me acuerdo de mi madre, que todas las semanas amasaba el pan en casa y después lo llevaba a cocer al horno de Rosa.
Me acuerdo de mi abuelo, que tenía una pequeña plantación de tabaco en la huerta de nuestra casa. En la tardes de invierno, él mismo picaba, con una navaja y con paciencia infinita, aquellas grandes hojas secas.
Me acuerdo de los tebeos que mis hermanos y yo leíamos una y otra vez, en una época en que la palabra televisión aún nos era totalmente desconocida.
Me acuerdo de los seriales que escuchábamos en la radio, sobre todo de los que eran mis preferidos: Superman y Una princesa de Marte.
Me acuerdo de la hoguera que hacíamos en mi barrio en la noche de San Juan, y de como desde el balcón de mi casa se veían otras hogueras distantes.
Me acuerdo de la estantería donde mi padre guardaba sus libros, entre los que había títulos inolvidables como La isla misteriosa, El escarabajo de oro o Los tigres de la Malasia.
Me acuerdo del olor a manzana madura que había en los armarios y en los chineros de mi casa, por obra y gracia de las manzanas que mi madre colocaba en su interior.
Me acuerdo de las fiestas de San Ramón, cuando la casa olía a rosquillas y a los niños nos daban dinero para montar en las atracciones y comprar nubes de azúcar.
Me acuerdo de la señora Generosa, que por las noches nos contaba cuentos de crímenes y de aparecidos. Después, subir las escaleras para irse a acostar era un trayecto duro y difícil.
Me acuerdo del señor Crende, un encuadernador que le prestaba libros a mi padre y que a mí me regalaba onzas de chocolate negro.
Me acuerdo de mis siete años de internado en la Universidad Laboral de Gijón y de las tardes de invierno que pasábamos estudiando en nuestras habitaciones, mientras fuera llovía y llovía.
Me acuerdo del 21 de julio de 1969, cuando Neil Armstrong puso sus pies sobre la superficie de la Luna y mi padre se quedó despierto toda la noche para ver aquel momento histórico en la televisión.
Me acuerdo de una tarde de sábado de 1970, cuando, en el cine Alexis de Barcelona, vi Jules et Jim de François Truffaut, una película que dejó en mí huellas indelebles.
Me acuerdo del primero de mayo de 1977, cuando mi mujer y yo participamos en Bilbao, con la ilusión recién estrenada, en la manifestación más grande que nunca en mi vida había visto.
Me acuerdo del ciclón “Hortensia”, que atravesó Galicia en el año 1984 y, además de romper las persianas de nuestra casa, derrumbó un enorme tilo que había al lado de la iglesia de Ares.
Me acuerdo…
Me acuerdo, claro que me acuerdo. La literatura nace de la memoria y de la imaginación. Todos los libros que he escrito, como las tramas de una tela, están hechos combinando los hilos de mi vida. Cualquier persona que los haya leído y conozca mi biografía encontrará un paralelismo constante entre las dos realidades. Unas veces más enmascarada que otras, la vida de cualquier escritor discurre por debajo de sus obras.
Que las historias salgan de mi vida no es una limitación. Al revés, se trata de lo único original que puedo aportar a las personas que viven conmigo y a las que vivirán cuando yo ya no esté, si es que alguien lee entonces mis libros. Las personas, todas, somos únicas e irrepetibles. Poseemos una visión del mundo, unos sentimientos, unas vivencias que nos singularizan y que desaparecerán con nosotras. A mí esto me parece maravilloso, y creo que está en la raíz de ese impulso irracional que me lleva a escribir y a inventar historias en las que quede reflejada mi visión del mundo y de la vida.
Si tuviera que definirme en pocas palabras, diría que soy una persona que encuentra placer en inventar historias y contarlas por medio de la escritura. Un contador de historias, aunque esto siempre debería colocarlo en segundo lugar, porque lo que de verdad me gusta es leer lo que escriben otras personas. Y leer y escribir, como bien sabemos, son las dos caras de una misma moneda. Las historias, los libros: el hilo invisible que nos une a todas las personas del planeta.