En Santiago de Compostela, con Agustín Fernández Paz. Entrevista para el Boletín Galego de Literatura
En Santiago de Compostela con Agustín Fernández Paz[1]
Agustín Fernández Paz (Vilalba, 1947) es uno de los creadores fundamentales de la literatura gallega contemporánea. Con él hablamos de sus más de treinta años dedicados a escribir obras conscientemente situadas en el sistema literario infantil y juvenil, de los retos de futuro tras abandonar su labor profesional como docente, de la crítica y de los reconocimientos que ha recibido por su labor y, sobre todo, de su faceta de lector incansable y su pasión por la lectura.
Has afirmado en diferentes ocasiones que la literatura se construye con los hilos de la vida. En tu obra pareces plasmar paisajes de tu propia memoria. ¿Qué hay de ti, de tu infancia, de los hilos de tu vida en tu obra? ¿En todos tus títulos se esconde algún episodio autobiográfico?
La idea de que la literatura se teje con los hilos de la vida me parece esencial. La vida, en sentido amplio, es el único material que tengo a mano para construir mis libros, todo sale de ella. Desde las tramas, que me sirven para expresar mi visión del mundo, hasta la manera de escribirlos, con mi experiencia de lector como telón de fondo. Esto, naturalmente, no tiene nada que ver con esa asociación que a veces se hace entre las experiencias de la vida personal y las historias narradas en los libros. Porque esas historias son inventadas, claro, aunque se nutran de materiales de mi biografía, metamorfoseados de una manera más o menos intensa en el proceso de escritura. Hay, sin embargo, libros en los que es más fácil intuir las experiencias personales que los hicieron nacer. Así, Trece años de Blanca, Avenida del Parque, 17 o diversos relatos de Lo único que queda es el amor.
Los años de la infancia tienen una importancia especial, y no lo digo porque una parte de los libros que escribo se encuadre en lo que, para entendernos, llamamos literatura infantil. Rilke escribió que la patria de una persona es la infancia y Pessoa afirmaba que la patria de un escritor era su lengua. En mi caso, lengua e infancia me llevan a mis años en Vilalba, cuando asistí a la creación del mundo y fui descubriendo los nombres de las cosas, en ese proceso maravilloso que tiene lugar durante los primeros años de vida de cualquier persona.
También has contado en muchas ocasiones como es tu sistema de trabajo, desde que piensas en la idea inicial de un relato hasta que la trasladas, tras una intensa meditación y un largo trabajo, al ordenador. ¿Cómo nacen tus novelas? ¿Es para ti un proceso desasosegante, obsesivo..?
Obsesivo, sí, pero en él no hay lugar para el desasosiego, sino para la excitación que produce la experiencia creativa. Lo que hace que se ponga en marcha el proceso casi siempre es un hecho de la vida cotidiana. No es necesario que sea un hecho extraordinario, lo que tiene que ser diferente es la mirada con la que lo observas. Muchas veces son experiencias que olvidas al poco tiempo. Pero hay casos en los que esa experiencia permanece en el cerebro, se asienta en él y acaba por convertirse en una obsesión que pide salir. En ese momento es cuando comprendo que tengo ante mí un posible libro, que después escribiré o no, porque la vida es muy breve y ni de lejos podría disponer de tiempo para desarrollar todas las obsesiones que me vienen a la cabeza.
Si me decido a escribirlo, entonces el proceso sí que es muy semejante: la creación de una trama que le dé vida a lo que quieres expresar, la progresiva definición de los personajes, el proceso de documentación, las fichas previas, la escritura del primer borrador, las dudas que van surgiendo, las sucesivas revisiones… Como en la vida, siempre es igual y siempre es diferente.
Y cuando consideras que un texto está acabado, ¿visualizas su presentación gráfica? ¿Decides con qué ilustrador deseas trabajar o muchas veces debes aceptar imposiciones? ¿Cómo es tu relación con los ilustradores e ilustradoras o con los encargados de diseñar la parte gráfica de tus libros?
La visualización es inevitable, la influencia del cine y del cómic es muy poderosa. Pero creo que tiene escasa relevancia; lo importante es la potencialidad que tenga el texto para conectar con el mundo persoal del ilustrador.
Yo siempre escribo el texto de manera autónoma, sin pensar nada en las posibles ilustraciones, excepto en las contadas veces en las que escribí algún cuento para primeros lectores; en esos casos suelo hacer también una especie de guión que le pueda ser de utilidad a quien vaya a ilustrar.
En otros libros míos que tienen ilustraciones, a veces tuve oportunidad de sugerir la persona con la que deseaba trabajar, aunque suele ser la editorial la que finalmente decide. En algunas ocasiones mantuve una relación estrecha con quien ilustraba, en otras no supe nada hasta que las ilustraciones estaban acabadas.
Parece que la literatura es una presencia constante en tu vida. En tu obra se percibe, a través de la cita explícita o de la referencia implícita, la intertextualidad, y a la vez la lectura de tus obras siempre supone un intenso reencuentro, un emocionante viaje por la literatura de otros muchos creadores pertenecientes a las más diversas tradiciones. También son obvias otras de tus pasiones: el cine, la música, el arte en general. Háblanos un poco de lo que opinas al respecto y, si eres capaz de elegir, dinos a qué creadores no podrías renunciar nunca.
Pues sí, la literatura tuvo, y tiene, una gran presencia en mi vida. También el cine y el cómic, de los que no hablaré aquí para no alargarme en exceso. Yo soy un buen ejemplo de la afirmación de Cunqueiro (“El hombre necesita, como quien bebe agua, beber sueños”) reiterada hace poco por Paul Auster (“Necesitamos historias casi tanto como comer, y sea cual sea la forma en que se presenten –en la página impresa o en la pantalla de la televisión- resultaría imposible imaginarse la vida sin ellas”).
Me recuerdo leyendo en todas las etapas de mi vida, en unas con más intensidad que en otras. La escritura es secundaria si la comparamos con la lectura, si algo soy es lector. He tenido el defecto, o la virtud, de que me interesara todo: narración, poesía, ensayo. Aunque sea narrativa lo que más lea, la poesía es el espacio más sólido, al que uno vuelve una y otra vez.
Es lógico que esta experiencia lectora aparezca reflejada en mis libros, muchas veces de manera explícita. En mis novelas siempre hay algún personaje al que le apasiona leer. Es, digamos, una de las marcas de la casa. Eso me sirve para poder hablar de los títulos que me gustan y que deseo compartir. Y, a la vez, me sirve para caracterizar mejor a los personajes, pues la sentencia de Borges (“yo soy los libros que he leído”) también es cierta para ellos.
Los autores que más me han interesado han ido sucediéndose a lo largo de mi vida. Entre ellos hay nombres de los considerados canónicos y otros que pertenecen a la llamada literatura de género (la novela negra, la literatura de misterio y terror, la ciencia ficción), nunca he tenido problema en compaginar los dos tipos de lecturas. De determinados autores he leído obsesivamente todo lo que encontraba de y sobre ellos: Kafka, Joyce, Lovecraft, Ferrín, Valente, Camus, Rosalía, Chandler, García Márquez, Cunqueiro, Cortázar… Con el paso del tiempo algunos han dejado de interesarme; otros permanecen en ese grupo de autores a los que nunca abandonaré. Y siempre hay nuevos nombres que uno va descubriendo con los años, desde Paul Auster a Wislawa Szymborska, pasando por Manuel Rivas, John Connolly, Bernardo Atxaga o Ian McEwan. Por suerte para nosotros, necesitaríamos varias vidas para leer todos los libros extraordinarios que tenemos a nuestro alcance.
¿Y de los autores de LIJ? ¿Quiénes son tus “clásicos” y a quiénes sigues en la actualidad?
Empecé a leer autores de la llamada LIJ en la década de los setenta, cuando algunas editoriales españolas, como Noguer o Alfaguara, empezaron a traducir obras que habían renovado el panorama europeo tras la Segunda Guerra Mundial. Así pude leer a autores como Gianni Rodari, Roald Dahl, María Gripe, Michael Ende, Astrid Lindgren o Úrsula Wölffel; de alguna manera, ellos me indicaron el camino que después seguiría con mis libros.
También están los autores de siempre, que leí por primera vez en mi infancia y que releí de mayor: Verne, Salgari, Stevenson, Poe… En sus libros está la raíz de mi afición por la lectura, nunca podré olvidar la deuda que tengo con ellos.
Actualmente, no soy capaz de seguir lo que se publica, aunque hay autores que me interesan especialmente: Aidam Chambers, Marjaleena Lembcke, Jostein Gaarder, Christine Nöstlinger… También me parece de muy alta calidad la obra de algunos autores de la LIJ gallega y la que se está haciendo en otras lenguas de España.
En Aire negro, una de tus novelas, el doctor emprende con Laura Novo una terapia basada en la lectura de libros llenos de pasión y vitalidad, de esos que despiertan las ganas de vivir en cualquier persona. Esto se repite en otras obras tuyas como, por ejemplo, en Corredores de sombra, donde los protagonistas intercambian lecturas. ¿Compartes esa idea del poder de los libros y de la lectura para cambiar la vida de las personas? ¿Crees en el valor terapéutico de la lectura y también de la escritura?
La literatura tiene una dimensión muy profunda, además de otras más evidentes, pues es capaz de llegar a la esencia que nos caracteriza como seres humanos. La complejidad de las personas, la hondura de la vida, las grandes preguntas de la humanidad, los sentimientos y las emociones… Todo eso está en los libros, por eso creo que tienen la capacidad de cambiarnos la vida, aunque no sepamos cómo ni de qué manera.
Empezaste a escribir pasados los 40 años. ¿Cómo surgió esa necesidad y por qué motivos te decidiste por la literatura dirigida a los más jóvenes?
A esa edad empecé a publicar, pero escribía desde mucho antes. Lo hacía en cuadernos que hoy llamaríamos diarios de lecturas, y de películas, y pedagógicos, pero ni se me pasaba por la cabeza publicarlos, ya he dicho antes que si algo me considero es lector.
A lo de escribir pensando en publicar llegué un poco por casualidad. Coincidió que en aquellos años, a finales de los setenta, se empezó a introducir oficialmente la lengua gallega en la enseñanza. Así que comencé escribiendo cuentos para utilizar en mis clases, después pasé a hacerlos para incluirlos en materiales didácticos y, finalmente, empecé a publicar de manera autónoma. Sucedió que dos de mis primeros libros obtuvieron premios de importancia, uno de ámbito gallego (el Merlín, por Las flores radioactivas) y otro de ámbito estatal (el Lazarillo, por Cuentos por palabras; era la primera vez que lo ganaba un libro escrito en una lengua que no fuera el castellano). Descubrir que mis libros eran bien recibidos y que tenía lectores, me animó a seguir escribiendo. Y, aunque continué con la escritura de textos teóricos –Leer en gallego, Los cómics en las aulas…– y de materiales didácticos, poco a poco la ficción fue ganando terreno y adquirió una importancia cada vez mayor en mi vida.
Alguna vez has considerado la posibilidad de escribir “para” adultos o crees que ya lo haces?
De alguna manera, creo que ya lo hago; varios de mis libros (Aire negro, El centro del laberinto, Lo único que queda es el amor, Amor de los quince años, Marilyn, Con los pies en el aire…) podrían estar publicados en alguna colección de la llamada literatura de adultos. Pero es una opción mía que estén en colecciones juveniles; de esta forma llego a un sector del lectorado que me interesa mucho, la juventud; y, si no existieran los prejuicios sociales que hay sobre la LIX, no debería tener ningún problema en llegar a los lectores adultos. Es una opción con la que me siento cómodo, no tengo intención de modificarla en el futuro.
En resumen: me siento muy lejos del concepto de literatura juvenil como una literatura menor. No escribo mis libros porque no sepa hacer otro tipo de textos, ni creo que la LIJ sea un peldaño para poder pasar después a otro peldaño superior. Hace años que estoy empeñado en una lucha explícita por la dignificación de esta literatura; una lucha lenta, pero que en los últimos años ya ha dado sus frutos.
En este sentido, las cosas han cambiado un poco, aunque mucho menos de lo que uno desearía. Hace una década, los escritores de LIJ éramos invisibles, no existíamos; y si se hablaba de nosotros, era para hacerlo desde una mirada que llevaba aparejada cierta infravaloración. Ahora somos parcialmente visibles y se constata un cambio de mentalidad, aunque algunas miradas de menosprecio sobre la LIJ sigan estando ahí.
¿Crees que siguen existiendo esos prejuicios, o llamémoslas “prevenciones”, en torno a la literatura infantil y juvenil y a sus creadores?
Creo que esas prevenciones continúan existiendo, aunque con una intensidad mucho menor que hace unos años. En este aspecto se ha avanzado mucho, porque partíamos de una situación que oscilaba entre la invisibilidad y los estereotipos que esta sociedad aplica a todo lo que lleve el calificativo de “infantil”. Ahora, además de contar con algunas voces críticas especializadas, ya hay un sector de la crítica general que se ocupa de nosotros y que intenta juzgarnos en función de las posibles cualidades del texto, lo que no es poco. Supongo que la situación irá a mejor, aunque los prejuicios, como bien sabemos, son de naturaleza muy resistente.
De cualquier manera, el problema principal de la crítica hoy no es ese, sino la falta de espacio en los medios impresos y audiovisuales. ¡Ojalá dispusiéramos del 10% del espacio que le dedican al fútbol! ¡Nadaríamos en la abundancia!
¿Continúa existiendo cierta consideración de literatura menor?
Hace veinte años, cuando empecé a publicar, la LIJ no existía para la crítica. Cualquier libro de adultos, por malo que fuera, aparecía en los, por otra parte escasos, panoramas anuales de la literatura gallega. De los de LIJ, fueran buenos o malos, no se hablaba. En la ponencia “Contra la invisibilidad” (que presenté en unas jornadas en Salamanca en 1995 y que después se publicó en CLIJ) explicaba el estado de la situación y demandaba esa imprescindible mirada crítica.
Dicho esto, tengo que aclarar que, sobre todo a partir de 1996, la crítica comenzó a reparar en lo que escribía, casi siempre de manera positiva. Tal vez el punto de inflexión fue la novela El centro del laberinto, que incluso tuvo reseñas en las importantes revistas gallegas Grial y A trabe de Ouro, algo insólito en aquellas fechas. Ningún libro mío ha vuelto a tener ese reconocimiento, pero hay otros de la LIJ que sí lo tuvieron.
La mirada de la crítica me parece imprescindible. No solo cumple un papel esencial en el sistema literario; además es siempre un estímulo para el escritor, aunque la valoración recibida sea negativa. Yo leo las que se escriben sobre mis libros, por supuesto, pero tengo por norma no comentarlas nunca. La libertad de quien hace la crítica me parece tan importante como la que yo reclamo como escritor.
Lo que más puede lamentar un escritor es que el libro no reciba ninguna atención y pase desapercibido. Claro que, como compensación, siempre está la recepción generosa de los lectores; en ese aspecto me considero muy afortunado.
En un repaso a tu trayectoria resulta fácil identificar una amplia variedad temática y formal. ¿Con qué temas y técnicas te sientes más cómodo?
En cuanto a los temas, no tengo ninguna preferencia especial. Es cierto que a veces se me encuadra como un escritor de misterio, porque los fantasmas tienen una presencia evidente en muchas de mis historias, pero eso solo es porque forman parte de mi realidad infantil, la de la Galicia de los años cincuenta, donde la frontera entre los vivos y los muertos era muy difusa.
El procedimiento de invención que más me gusta es imaginar historias que suceden en un contexto realista y en las que, de un modo u otro, irrumpe un elemento fantástico. Esta presencia de lo inexplicable es la que, paradójicamente, me sirve para ensanchar los límites de la realidad y hablar de ella de una manera más auténtica.
Desde la perspectiva formal, tengo preferencia por la utilización de diferentes voces narradoras y por la utilización de la primera persona. Y siempre le presto mucha atención a la estructura de mis libros, pues creo que es decisiva a la hora de articular la narración.
Escribes tanto para el público infantil como para el juvenil. ¿Con cuál te sientes más cómodo?
La verdad es que donde más cómodo me siento es cuando escribo libros de los que yo llamo “de frontera”; es decir, libros que suelen publicarse en colecciones juveniles pero que también le pueden interesar a un lector adulto. Y los que me resultan más difíciles son las narraciones para primeros lectores, un terreno que no considero nada fácil; se trata de textos que tienen que ser formalmente sencillos y, a la vez, contar una historia sugerente y que refleje una visión original del mundo.
En los últimos años te has entregado a “rejuvenecer” tus textos, llevando más allá el concepto de reedición y creando una categoría nueva que no es muy habitual en los escritores actuales. Tus textos aparecen en nuevas ediciones, actualizadas o modernizadas y tú reescribes los textos, añades, quitas, pones y el resultado es un texto que conserva su espíritu inicial pero que va más allá de él. ¿A qué responde este proceso de reescritura? ¿Tiene que ver, tal vez, con un carácter perfeccionista…?
Esta obsesión mía por reescribir los textos responde, en parte, a un hecho bastante sencillo. En mis primeros libros yo tenía otra posición diferente ante la escritura, no era mi ocupación más relevante, y además sabía menos del oficio. Esto cambió con el paso de los años, el tiempo hizo que me diera cuenta de los fallos formales de lo que llevaba publicado. De ahí el intenso proceso de reescritura, que afectó sobre todo a los libros escritos antes de 1996. Tuve la suerte de que los editores me permitieran rehacerlos y creo que el trabajo valió la pena: las nuevas ediciones de Cuentos por palabras o de Cartas de invierno, por poner dos ejemplos, son mucho mejores que las originales. Las historias no han cambiado, y creo que tampoco el espíritu de los libros, pero técnicamente están mucho mejor resueltos.
Por otra parte, reconozco esa obsesión perfeccionista. La tentación de reescribir los textos es difícil de resistir, uno siempre piensa que los puede mejorar.
Citábamos antes Cartas de invierno, que recientemente ha llegado su 20ª edición en gallego, un hecho poco habitual en el panorama del libro en nuestro ámbito lingüístico. ¿Es esta la obra que más satisfacciones te ha dado?
Si pienso en la aceptación entusiasta de los lectores, Cartas de invierno es, sin duda, el libro que mejor acogida ha tenido. No solo en gallego, sino también en catalán (acaba de aparecer la 17ª edición) o en castellano (creo que lleva 15 ediciones)[2]. Y las cartas o correos electrónicos que me siguen llegando dan cuenta del interés de los lectores. Me encanta que ese homenaje explícito a las atmósferas creadas por Lovecraft siga tan vivo como cuando lo escribí.
A pesar de todo, no es el libro del que me siento más satisfecho, ni mucho menos. Prefiero otros títulos, quizá porque en ellos hay mucho más de mí o porque el proceso de su escritura me obligó a enfrentarme a retos más complejos. Estoy pensando en libros como Corredores de sombra, El centro del laberinto, Aire negro o Lo único que queda es el amor.
Si tuvieras que destacar unos cuantos títulos de tu producción, ¿cuáles destacarías? ¿Cuál dirías que es, de entre todos, el libro más innovador? ¿Y podrías señalar aquel al que le tienes más cariño o el que significó un paso fundamental en tu trayectoria?
Creo que algunos de mis libros fueron abiertamente innovadores, algunos por la forma y otros por la temática. Me parece que Cuentos por palabras, Aire negro, Noche de voraces sombras o Mi nombre es Skywalker contribuyeron a llevar más allá las fronteras de la LIJ gallega.
En cuanto a los que les tengo más aprecio, no me resulta fácil seleccionarlos, ya que he publicado más de cuarenta títulos y muchos de ellos fueron, en su momento, muy importantes para mí. Tal vez, además de los ya citados, destacaría Corredores de sombra, El centro del laberinto, En el corazón del bosque y, sobre todo, un libro que considero merecedor de mejor fortuna que la que tuvo, El laboratorio del doctor Nogueira.
La educación en general y el papel de la lectura en las aulas son cuestiones que parecen estar siempre sometidas a debate, en busca de la receta más adecuada, a mediciones permanentes… Desde tu experiencia de tantos años como docente, ¿la lectura debe ser una finalidad en sí misma o un instrumento al servicio de los contenidos curriculares? ¿Existen recetas mágicas para despertar el gusto por la lectura?
Es difícil contestar a una pregunta tan amplia, estas cuestiones exigirían una conversación monográfica para ellas solas; para abordar, por ejemplo, el papel que cumple el sistema educativo en la actualidad: si está contribuyendo a corregir las desigualdades sociales o si está organizado para legitimar y reforzar esas desigualdades de partida.
Pero, centrándome sólo en la lectura, considero que es una capacidad imprescindible para las personas que vivimos en la sociedad actual. Una sociedad democrática solo es posible con una ciudadanía crítica, con capacidad para expresarse y defender sus propias ideas; la lectura es uno de los factores necesarios para que eso sea posible. Claro que existe el peligro de otros modelos de sociedad, donde la lectura esté reservada a las minorías dirigentes y la ciudadanía sea sumisa y manipulable, al estilo de la que Ray Bradbury imaginó en Fahrenheit 451 o Orwell en 1984. Por algo lo primero que hacen las dictaduras es quemar o prohibir libros, porque temen todo el potencial que guardan.
Y sí, claro que existen vías para despertar el placer de leer, procedimientos que ya tienen más que probada su eficacia: en este campo ya está casi todo inventado, no hay más que trasladarlo a la práctica. Otra cosa es que las políticas públicas sean insuficientes o que los valores que de verdad promociona esta sociedad vayan por otros caminos.
¿Cómo ves el papel de la lectura de cara al futuro?
Vivimos en una sociedad que ha experimentado una profunda transformación. Nunca se ha leído tanto como ahora, el nivel educativo de la población es muy superior al de hace pocas décadas, cuando la mayoría no pasaba de los estudios primarios y solo las minorías tenían acceso al saber. Hoy, además de la extensión de la escolarización, las TICs generan nuevos espacios para la lectura, y de ahí surge la necesidad de desarrollar capacidades nuevas en relación con Internet, imprescindible ya para el acceso a los contenidos instrumentales. En un plano más profundo, además del placer estético, la lectura, sobre todo la literaria, es imprescindible para conocernos mejor y para entender cómo es la sociedad en la que vivimos, así como la complejidad de la vida y de las relaciones interpersonales.
En un mundo envuelto en reflexiones en torno a lo global y lo local y desde tu experiencia de escritor con camino abierto en las lenguas peninsulares e internacionales, ¿cómo valoras el concepto de “periferia”, cuando en ocasiones se alude a tu pertenencia a un “sistema periférico” o a la nómina de creadores que utilizan una lengua minorizada?
Un escritor nunca es periférico, el centro del mundo siempre está en su mesa de trabajo. El proceso de creación no sabe de periferias, del mismo modo que la lengua que uno usa siempre es la herramienta idónea, a pesar de los problemas sociolingüísticos que pueda tener. Por lo menos en teoría, la situación geográfica o lingüística no tiene por qué incidir en el proceso de creación. Y mucho menos en este tiempo de Internet, donde quedan muy cuestionados los conceptos de centro y periferia en la comunicación. Si yo escribo en inglés en una isla perdida del Pacífico es igual que si lo hiciera en una oficina de Londres, siempre que tenga canales adecuados para comunicarme con mi agente.
Donde está el problema, que existe y es muy serio, es en las cuestiones políticas, en las relacións económicas y de poder. Escribir en una lengua minorizada, pertenecer a una cultura minorizada, supone graves problemas de visibilidad, tanto en la sociedad a la que perteneces (y pienso ahora en los libros gallegos en Galicia, confinados como en una reserva india en buena parte de las librerías, o en el tratamiento subordinado que reciben en los medios de comunicación, o en el mantra de que somos una literatura subvencionada) como en la posibilidad de ser traducido a otras lenguas y llegar así a potenciales lectores de otros países del mundo. Así que la cuestión es política, y son las medidas de política cultural las que pueden ayudar a solucionarla.
En tus obras revelas claramente tus posicionamientos ideológicos en relación con la lengua, la cultura, las cuestiones sociales… Por ejemplo, en El centro del laberinto defendías la diversidad lingüística y cultural del mundo frente a la agresión que propicia la globalización neoliberal; en Mi nombre es Skywalker le concedes protagonismo a cuestiones sociales; en El Rayo Veloz se presenta casi una filosofía vital; en La playa de la esperanza retratas el desastre del petrolero Prestige en las costas gallegas… En este sentido, te han atribuido en muchas ocasiones el calificativo de “escritor ideológico”. ¿Qué piensas sobre este calificativo?
Todas las obras de creación tienen una fuerte carga ideológica, las mías y las de otros escritores, porque todas reflejan una visión del mundo y de la sociedad. A mí se me aplica ese calificativo porque, en bastantes de mis libros, abordo cuestiones sociales desde una perspectiva transformadora.
No me molesta, siempre que se aclare lo anterior. Porque, por un momento, pensemos en los libros a los que no se les asigna ese calificativo. Por ejemplo, pensemos en la clásica historia, que puede servirnos de paradigma, en la que la Mamá Rata está en casa (una casa como las de las películas americanas de Doris Day), muy relajada, con su delantal, y decide hacerles una tarta en el horno a sus ratoncitos. Y después llega Papá Ratón de la oficina, con la corbata y la cartera repleta de papeles, y saluda a su cariñosa esposa y a sus hijos, y todos juntos se comen la tarta. ¡Qué tierno! Pero ese texto y esas ilustraciones están empapadas de una ideología que defiende unos valores de una clase muy concreta. Lo que pasa es que cuando esa ideología coincide con la dominante se vuelve transparente, parece no existir. Qué suerte, que sí se note en mis libros.
Desde la literatura, también has participado en el debate abierto en España y en otras partes del mundo en torno a la “memoria histórica” a través de lo que se ha denominado en tu trayectoria el “ciclo de las sombras” o “la trilogía de la memoria”, es decir, obras que abordan desde la actualidad hechos y repercusiones de la Guerra Civil y la posguerra españolas. En esta línea se situarían el relato “Las sombras del faro”, dentro del volumen Tres pasos por el misterio; la novela Noche de voraces sombras y Corredores de sombra, en este caso utilizando la Guerra Civil como fondo del relato. Háblanos de los orígenes de este interés por relatar estos hechos, por tratar las sombras, sobre todo pensando en los lectores y lectoras jóvenes que desconocen en parte lo sucedido en nuestro pasado inmediato. ¿Tenías necesidad de plasmar este tema en tu literatura? ¿Qué opinión tienes de la actitud de la juventud sobre la recuperación de la memoria? Y, sobre todo, ¿cuáles son las similitudes y las diferencias entre las tres obras?
Comenzaré aclarando que, en ningún caso, son novelas históricas sobre la Guerra Civil española, sino que los protagonistas de los tres libros son personas de hoy, que viven en este siglo XXI, como nosotros. No son libros sobre la guerra, son sobre el tiempo presente. No hablo de gente de los tiempos de la guerra, aunque podría hacerlo (como lo hace John Boyle con el nazismo en El niño con el pijama de rayas), sino de algo que a mí me preocupa mucho más, como es la repercusión que la Guerra Civil sigue teniendo en nuestras vidas. En la mía, y también en las de las generaciones más jóvenes, porque es imposible entender la España de hoy sin aceptar que el tremendo seísmo que fue la guerra y la larguísima posguerra sigue gravitando en nuestras vidas, aunque aparentemente parezca que hablamos de algo lejano. Es algo lejano, claro que sí, por fortuna, y Franco lleva muchos años muerto, pero el espectro de la dictadura sigue rondándonos en la vida cotidiana.
Como sociedad, es necesario aceptar que tenemos la memoria borrada. Cuando escribía Noche de voraces sombras, el periódico Faro de Vigo realizó un reportaje sobre lo que sabían de la Guerra Civil los adolescentes de hoy. El panorama era patético; leyendo aquellas intervenciones uno podía imaginar a los responsables de tanta desmemoria frotándose las manos con satisfacción.
Las jóvenes generaciones desconocen en gran medida ese pasado. La Guerra Civil y la posguerra tan amarga son heridas que no dejan de supurar, a pesar de las voces interesadas que se refieren a ellas como un pasado ya olvidado. Pero no se puede olvidar lo que no se conoce previamente, son realidades que solo se podrán superar después de una información veraz sobre todo lo que ocurrió. Como dice uno de los personajes de mi novela, “debes conocer qué pasó aquellos años para que nunca se repita, y también para honrar la memoria de tantos sueños rotos”.
Pero no es solo la juventud actual. Yo, y la mayoría de gente de mi generación y de las posteriores, crecimos y vivimos sin saber aspectos esenciales de nuestro pasado. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que hasta hace unos años yo no supiera que la isla de San Simón, en la ría de Vigo, había sido una inmensa cárcel, un campo de concentración en el que estuvieron amontonados tantos presos? Y como este, cientos y cientos de sucesos de los que nada sabemos, o sabemos a escondidas, mientras tenemos que soportar que se nos siga dando una interpretación de la guerra tan alejada de lo que en realidad sucedió.
Hasta la aparición de Noche de voraces sombras, la Guerra Civil o sus repercusiones apenas habían tomado protagonismo en la literatura infantil y juvenil gallega. ¿A qué atribuyes el hecho de que no se abordara el tema de rescatar del olvido –sobre todo pensando en la juventud– lo que sucedió en este país en los años previos a la Guerra Civil y las consecuencias de este conflicto, extendidas en una larga y represiva ditadura? ¿Por qué se tardó tanto? ¿Qué piensas de las acusaciones de “oportunismo” que se suelen verter sobre novelas que tratan el tema de la guerra, de la memoria…?
La protagonista de The Music Box, la película que Costa Gavras hizo en 1989, nos dice: “ya es tarde para evitar lo que pasó, pero nunca es tarde para recordar lo que pasó”. Esas acusaciones de “oportunismo” forman parte de la argumentación ideológica que realizan los que desean la pervivencia del manto de silencio. Solo ahora empezamos a saber la realidad de los campos de concentración que funcionaron en la posguerra. Ahora sabemos que también aquí, como en Chile o en Argentina, hubo robos de bebés para dárselos a familias del régimen vencedor. Ahora, como en el deshielo al que aludo de forma metafórica en mis novelas, empezamos a saber de tanto sufrimiento y de tanto dolor como hubo.
No es casualidad que yo sintiera la necesidad de escribir sobre todo esto alrededor del año 2000, cuando las políticas revisionistas de la memoria estaban en su apogeo y amenazaban con triunfar, favorecidas por el clima creado por el gobierno de Aznar, cuando comenzó a hacerse una relectura de la historia que era una apología descarada del franquismo.
También por aquellos años comenzaba su andadura la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica, que comenzó a impulsar la busca y la apertura de las fosas donde fueron enterrados los asesinados impunemente, los paseados por los grupos paramilitares que impusieron el terror en tantas zonas de Galicia, de León y de tantas otras zonas de España.
Por entonces, un conocido dirigente político exclamó en la radio: “¡Basta ya de abrir fosas!”. Yo, en la soledad de mi piso, le respondí en voz alta que era al revés, que había que abrirlas todas, devolverles el nombre y la dignidad a tantos muertos, porque solo así podremos de verdad hablar de ese pasado. Reitero lo ya dicho, se nos pide que olvidemos, pero no se puede olvidar lo que no se conoce previamente.
Mis novelas son un intento de abrir algunas de esas fosas olvidadas, desenterrar a los muertos ignorados que hay en ellas y devolverles la dignidad. Son seres de ficción; Ramón Peña y Sara Salgueiro solo existen en Noche de voraces sombras, igual que Rosalía y Rafael de Corredores de sombra. Pero existieron miles de personas anónimas como ellos, con sufrimientos y vidas fracasadas como las de ellos. Mi novela es un homenaje a esas vidas rotas por una barbarie que no tuvo piedad con las personas que soñaban con un mundo mejor y más justo.
¿Consideras el tema cerrado dentro de tu literatura o has pensado hacer alguna otra historia sobre la Guerra Civil?
No sé si volveré sobre la Guerra Civil o no en alguna de mis historias futuras, cualquiera sabe lo que me dirán en los próximos años esos fantasmas que me acompañarán durante lo que me quede de vida, como al protagonista de “Las sombras del faro”. En todo caso, cuando vuelvo la vista atrás y repaso esas tres historias, siento que, de alguna manera, una parte de la deuda moral que tengo está pagada. Y que, aunque sea mínimamente, también mis libros contribuyen a abrir las fosas del pasado. La única forma de que se curen las heridas y se pueda enfrentar el futuro, el mío y, sobre todo, el de las generaciones como la de mi hija o las de los alumnos con los que conviví durante todos estos años en las aulas. Para que algún día la nuestra pueda ser una sociedad plenamente democrática.
Teniendo en cuenta que eres un escritor atento a tu entorno más próximo, ¿cómo encuentras el panorama más reciente de la literatura gallega? ¿Qué aspectos despiertan en ti el optimismo, la alegría, y qué otras llevan al desánimo?
La literatura gallega tiene una vitalidad envidiable, sobre todo si tenemos en cuenta el contexto cultural y lingüístico en que se desarrolla: hay autores de referencia, obras de calidad, valores nuevos, se exploran nuevos caminos… Y cada año se publica algún libro excelente, otros mediocres y una mayoría de títulos de calidad media. Es decir, como en cualquiera de las literaturas europeas. Si esta mirada la fijáramos solo en la LIJ, entonces tendría que ser aún más positivo, porque me parece evidente que es un sector con mucha pujanza.
Al desánimo no me lleva nada. Ahora bien, hay problemas que me preocupan mucho, casi todos derivados de la situación social que viven la lengua y la cultura gallegas. Hay un sector amplio de la sociedad que no lee (y eso señala unas carencias en la política cultural y educativa que vienen de lejos) y en el sector que lee hay un buen porcentaje que nunca lo hace en gallego, por desconocimiento de la oferta, o por prejuicios, o por una alfabetización en gallego insuficiente. O quizá por la invisibilidad del libro gallego, en los medios y en las librerías. En algunas de las grandes librerías urbanas comprar un determinado título en gallego puede convertirse en una aventura digna de Indiana Jones.
Como lector, ¿cuál sería tu canon de clásicos?
Mi canon es, en buena medida, cambiante; o, mejor, acumulativo: al lado de libros que me parecieron extraordinarios en su momento van colocándose otros que descubrí con el paso de los años. Más que de títulos concretos, yo hablaría de lo que para mí tienen en común, eso que precisamente los hace clásicos.
Para mí lo son los que tienen vida, es decir, aquellos que poseen la capacidad de suscitar en la persona que los lee una mirada nueva, diferente, sobre la sociedad y las personas. O sea, cuando provocan una mutación, aunque sea pequeña, tanto en el sistema al que pertenecen (ya no se puede escribir como si ese libro no existiera) como en las personas que lo leen (ya no es posible mirar la realidad de la misma forma que antes de leerlo).
[1] Entrevista realizada por Blanca-Ana Roig Rechou e Isabel Soto para a revista Boletín Galego de Literatura, nº 38, “Encontros”, 2008, Santiago de Compostela: Servizo de Publicacións da Universidade de Santiago de Compostela, pp. 161-178.
[2] En el momento de recuperar esta entrevista para la realización de este dossier, Cartas de invierno ha alcanzado su 26ª edición en lengua gallega y la 20ª en catalán.